La Fiera afila sus dientes
Augusto
Monterroso imaginó una vez en uno de sus cuentos a un novelista inepto,
Leopoldo Ralón, que no lograba describir por escrito una batalla entre
un perrito de la ciudad y un puercoespín. Durante muchas noches en
vela, he imaginado aquella lucha de los dos animales y del pobre Ralón
con la página en blanco. Pero he aquí que los novelistas españoles han
conjurado aquella vieja maldición de Monterroso, y por partida doble,
puesto que han demostrado que los escritores malos pueden tener éxito,
y que los perros vencen a los puercoespines, aunque no a las fieras
literarias.
El sabio lector de La fiera sabrá perdonarnos el haber caído en una
fabulilla a la antigua usanza, pero que tiene una moraleja. Repasemos,
si no, los casos más señeros de perros literarios y de lobos esteparios.
Ralón-Reverte sería como un dóberman o como un perro siberiano
enloquecido, que muerde incluso la mano de su amo. Uncido a la caseta
de Alfaguara y de ABC con una larga cadena, ladra a los vecinos y al
cartero.
Marías es uno de esos animales viejos y perezosos, obtusos, medio
calvos y abúlicos, que sólo esperan a sus amos en un rincón fresco de
la casa. Ya no pueden permitirse ladrar ni recoger pelotitas. Tampoco
es que ladrasen mucho en su juventud…
También tenemos a la tropilla de perritos sin raza, de los de mucho
ladrido y pocas nueces, de esos que moran con los gitanos del
Sacromonte, renegridos y famélicos, nerviosos, ojo avizor por si salta
la liebre de un premio, una cátedra o un carguito. Ladra LGM, para que
no chiste la manada de canecillos.
Otro cantar son las falderitas letraheridas y atildadas que escriben
cuentecitos, notitas y novelitas para lectoras cursis, llenas de
emociones y con alguna escena tórrida también, para que no se note que
son unas señoritas provincianas llenas de remilgos.
¿He oído Troilo? ¿Aquel perrillo baboso y miserable que acompañaba al
peor Gala? ¡Nada de eso! ¡A otro hueso con ese perro… A otro Gala con
ese hueso! Quizás haya que admitir que Delibes paseara con un buen
perro de caza, que Gamoneda martirizara a su can o incluso que Pascual
Duarte tiroteara a su perra; pero desde luego no cabe reírles las
gracias a estos novelistas-perros de la actualidad, verdaderos perritos
de la pradera de las letras, que horadan sus madrigueras hasta el
sillón académico.
¿Y los lobos? Como los galgos, los mastines y los sanbernardos, apenas
hay ya ninguno, porque todos han sido comprados y domesticados a base
de huesecillos, de prebendas, de chiringuitos y de columnas en la
prensa. Lo malo es que les pase como al otro perro con la sombra de la
carne…
Proclamamos que la mala novela española es un hueso duro de roer, un
perro inflado, una perrería literaria. Los lectores, en especial hoy,
en el día del libro, compran atadijos de novelas más duras de leer que
la carne de perro y más indigestas que las zarazas.
En el Reino de Redonda de la novela española actual todos son ya
ralones de medio pelo, perritos canelos callejeros que se han
convertido en reyes del carnaval literario a costa de todos los
españoles. ¿Por qué, si no, muchos de estos iletrados se pasean por los
Institutos Cervantes de medio mundo ladrando en sus tertulias y
moviendo graciosamente el rabo ante los atriles, como el perrito de los
gitanos en el taburete?
Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma decían que Blas de Otero era el oso
hirsuto de la poesía española mesetaria: ¡cuánto no se hubieran reído
ahora de estos perrillos malcriados y deshonestos, que sestean a la
sombra de las editoriales, que lucen sus premios de concurso canino y
que se mean impunemente sobre el árbol viejo y podrido de la poesía.
Recordemos al perrito que seguía al perro humano de Max Estrella: ¿Qué
puede ser peor que ser el perro de un perro? ¡Basta entonces de las
zalamerías de Juan Cruz, de Rico, de Basanta, de García Posada, de
Pozuelo, de Mainer y los demás, que recogen las caquitas de sus amos y
las depositan religiosamente en la papelera de El País! Porque hoy día
se han unido en un sindicato perruno los perros-novelistas, los
coyotes-periodistas y las hienas críticas, para desgracia de nuestra
literatura. La Guardia Civil y la Perrera Municipal deberían acabar a
tiro y a lazo limpio con esta plaga de cánidos.
Estos y otros falderillos de la narrativa española sólo se lamen sus
heridas cuando los Fieras taraceamos sus novelas y sus entrevistas
ridículas, donde se elogian unos a otros, y que ellos esconden como si
fueran preciados huesos, en el jardincito de PRISA, en Babelia, en El
Cultural, en el ABC de las Letras y en otras gacetillas que sólo sirven
para que las mordisquee nuestro can. Porque nosotros, aunque no seamos
ese perro grande y noble, ese lebrel que el conde de Niebla tenía bien
atado con un cordón de oro mientras leía los versos de Góngora, por lo
menos podemos ser como el perrazo que guiaba al Galdós ciego de los
últimos años: una especie de cancerbero, de echaperros o de puercoespín
de la crítica literaria.
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